miércoles, 23 de noviembre de 2016

La erótica de los títulos universitarios y el cargo.




 

“Así que, ya ven, eran capaces de aprobar los exámenes y “aprender” todo aquello, y no saber nada en absoluto, excepto lo que se habían aprendido de memoria” (Richard P. Feynman, Surely you’re joking, Mr. Feynman. Adventures of a curious character)
Estamos obsesionados con acceder a la Universidad. Provocamos esa misma compulsión en nuestros hijos quienes, pacientemente y sin mucho –o ningún- sentido crítico, ni siquiera opinión o parecer, respaldan con fe ciega e incuestionada nuestras pautas. Desde que se construyeron, por otros motivos loables (todos los recordamos, así como también el momento que España vivía), no han dejado de, también, construir una concepción errónea de los niveles superiores de la educación, de su significado, sentido último y características, así como de los requisitos necesarios en quienes los cursan. Porque sí, la educación, como derecho prioritario que es, pero, asimismo, como bien que se debe dejar en herencia a nuestros hijos, ha de ser universal, sin duda. Nadie bien pensante creo que puede cuestionarlo, pues gobiernos, empresas, PIB, continentes, se habrán de nutrir de generaciones preparadas. Son el inestimable capital intangible que engranará la sociedad y riqueza futura de cada país, de nuestro país. Sin embargo, esa preparación a la que me refería debe ser conscientemente construida, con discernimiento sensato. De nada vale, entonces, que tantos y tantos estudiantes deseen (por la insistente, ofuscada predisposición a la que han sido expuestos, a la que mencionaba al principio) acceder a una carrera universitaria como exclusiva (y excluyente) solución a sus males y futuro profesional. No todos los pupilos (y esto sucede a padres que nos empeñamos en el mejoramiento de las condiciones de vida de nuestros vástagos como si fuera el regalo que necesitan) pueden promocionar a la universidad por una sencilla razón: puede que no estén preparados intelectualmente. Y no digo en el sentido cultural, sino en cuanto a sus habilidades cognitivas (coeficiente intelectual). Con franqueza, no todos valemos para acceder a unos estudios que requieren dosis de capacidad más alta que en estudios de secundaria y bachiller. No todos son aptos para afrontar la exigencia y excelencia que se presume a los estudios de grado superior.

Y esto, que parece una perogrullada, me parece que no nos lo aplicamos a nuestros casos, al menos en España. Nos sigue enloqueciendo la erótica del título, de la licenciatura, a toda costa, y nuestros hijos son los principales afectados porque sufren. Es curioso que mantengamos esta convicción, cuando paradójicamente el mundo más desarrollado nos notifica diariamente lo contrario. Estamos hartos, convendréis conmigo, de leer noticias sobre el cambio de tendencia. Rectores de las universidades más potentes (normalmente EEUU/UK) reclaman un nuevo paradigma de estudiante. Y empresas de las más potentes (no en España, salvo excepciones), muchas tecnológicas, cierto, ya solicitan perfiles radicalmente distintos a los que se venían demandando. Opiniones como que ya no son tan importantes los currículums, sino gente que resuelva problemas, que la universidad no enseña a pensar amanecen frecuentemente en prensa. Los estudios (y menos, los universitarios) ya no serán la panacea que asegure el porvenir de nuestros hijos y garantice su estabilidad económica, social y profesional. Hay un cambio de paradigma que más tiene que ver con las habilidades emocionales, de crítica y resolución creativa de conflictos, argumentación y negociación, que con los conocimientos estrictamente técnicos.

¿Por qué, entonces, nos obcecamos en que la única salida es la que “contiene” una carrera universitaria?. Ni siquiera su (eventual) consecución exitosa nos promete nada. Con tal obstinación, precisamente se consigue lo opuesto. Generación tras generación nos encontramos con estudiantes desanimados, que renquean a lo largo de (eternos) años académicos, suspendiendo asiduamente, hasta que finalmente se les otorga el ansiado título, que no es indicativo de ningún saber. Y piensan que el mundo es el que está en contra suyo. No son ellos el problema –piensan-, sino los demás, el sistema, la extrema y delirante exigencia de los programas lectivos, del profesorado que examina el conocimiento académico exagerado, de la amplitud de las asignaturas inabarcables. Invariablemente salen a la calle las mareas, los tsunamis, los grupos de presión, pidiendo que el nivel educativo sea más benevolente y así poder sobrellevar la opción de carrera elegida. El mundo al revés.

Nos tropezamos con jóvenes que hipotecan “sangre, sudor esfuerzo (quizá éste no tanto) y lágrimas” para la consecución de un fin sin éxito asegurado. Se transportan por pasillos interminables de facultades impersonales remolcando su deteriorada autoestima, lo que queda de ella. Todavía la sangre y el sudor tienen soluciones asépticas y un paño o esparadrapo pueden curar heridas abiertas. Del esfuerzo, ni hablamos, porque –si bien se presupone en estos escenarios, no tiene por qué darse forzosamente. De hecho, me temo que no se aplica porque ¿quién es el aguerrido que, teniendo cursos suspensos y años por delante, va a esmerarse por luchar? AL final, el título se obtiene, pese a la década que hayan dilapidado. Tirar tiempo a la basura, sí, dejarse el pellejo… ¡hombre, no exageremos!.

Me preocupan las lágrimas, pues son de desaliento y humillación. Sentimientos complicados de transformar. Porque es una realidad verles lánguidos, ausentes ocasionalmente, abatidos por las perspectivas inciertas y desafíos profesionales que, lejos de retarles, les desaniman y hunden. ¿Eran suyas las expectativas o las nuestras?

Desde luego, el problema no es de nuestros hijos, no. Es nuestro, como padres, de gobernantes, educadores y los mismos sistemas educativos mal enfocados. Porque no les adiestramos en valores como la dignidad del trabajo, de cualquier trabajo. Si les instruyéramos en que también ejerciendo otras labores que no impliquen estudios de alto grado se honra la persona, que no es más denigrante arreglar sistemas eléctricos, ser jefe de sistemas generales en empresas, o jefe de obras domiciliarias, o arreglar cerraduras, dar servicio en tiendas y puestos, les haríamos un gran favor. Si formáramos personas integrales, honestas, cultas y educadas, obtendríamos una sociedad más feliz, unos jóvenes (ontológicamente) dichosos, condición humana tan solicitada y más valiosa que llegar a ocupar el cargo de dirección general.

El informe Panorama de la Educación 2014 concluyó que el desempleo de los titulados españoles triplica la media de los países de la OCDE. Los motivos son, lógicamente, numerosos, entre ellos también el aumento de la brecha de jóvenes de entre 15 a 29 años que ni estudian ni trabajan. El correspondiente del año 2016 sigue afirmando que gran parte del alumnado que termina Secundaria en España tiene una orientación clara de acceder a la Terciaria, provocando que el porcentaje de adultos con niveles de Secundaria es la mitad que la media de la OCDE y que el 55% de la población adulta joven ha cursado bachiller (frente a, por poner un par de ejemplos: Noruega, con un 38,6% o Alemania, con un 12,1%). Si añadimos que los que estudian no lo hacen sino para financiarse una vida a la mayor brevedad posible y-por tanto- sirviendo al sistema productivo de occidente, pero sin un discernimiento lúcido acerca de sus motivaciones más íntimas y verdaderas, el gap no hará más que incrementarse.

Pero también pesa la erótica del poder, mando y nivel, nos hunde el afán de detentar un “jefe” que añadir a nuestra tarjeta de visita., asimilar que la felicidad sólo se obtiene si se ha arribado a un (supuesto) nivel jerárquico, en una empresa (supuestamente) potente o de referencia. Definamos antes qué entendemos por nivel, potente, de referencia, dado que son términos subjetivos, pues sólo dilatan el ego (¡qué malo es dejarle acampar!).

Mientras tanto, nos tropezamos con un segmento de población joven desanimada y deprimida y, a lo  peor, frustrada. ¡Pero si los hemos falseado!. Su proceso educativo ha sido un desastre –personalmente hablando- con un objetivo en muchos casos inalcanzable porque, repito, hay que estar entrenados para darlo todo y más en estos rasantes. Y, claro, esto desmotiva. A (más corto que largo) plazo tenemos muchachos con una baja autoestima, inmaduros e impedidos para llevar las riendas de su propio destino. ¡Pues claro!, si cuando era nuestro cometido responsabilizarles sobre su proyecto, sus deseos conscientes más vitales (que luego pueden ir de la mano con la instrucción que aspiran recibir), les hemos taponado y teledirigido al callejón del estudio de grado superior, opción irrefutable, cuando lo que matamos fue su capacidad de autocrítica, de cuestionar, su búsqueda personal y profesional, en definitiva, de soñar.

Ya no creerán que pintando, escribiendo, gestionando equipos, arreglando un mueble destartalado o constituyendo una fundación que ayude a tanta gente necesitada también nos realizamos. Y, además, de manera muy valiosa. Ya no confían en que también así serán dichosos, aportando un valor inestimable a nuestra sociedad dormida. Siendo tan conscientes de sí mismos podrían alentar a otros a imitar tal camino. Y, si esa formación ha de ser Secundaria de Grado Superior, Terciaria de ciclo corto, de grado o máster o doctorado, pues “amén”, pero lúcida y responsablemente adoptada por ellos.

Más nos vale que formemos a nuestros hijos en desarrollar sus capacidades de autopercepción, en el descubrimiento de lo que honradamente anhelan y de lo que son capaces, pues serán felices y en definitiva, libres.