“Así que, ya ven, eran capaces de aprobar los exámenes y “aprender” todo aquello, y no saber nada en absoluto, excepto lo que se habían aprendido de memoria” (Richard P. Feynman, Surely you’re joking, Mr. Feynman. Adventures of a curious character)
Estamos
obsesionados con acceder a la Universidad. Provocamos esa misma compulsión en
nuestros hijos quienes, pacientemente y sin mucho –o ningún- sentido crítico,
ni siquiera opinión o parecer, respaldan con fe ciega e incuestionada nuestras
pautas. Desde que se construyeron, por otros motivos loables (todos los
recordamos, así como también el momento que España vivía), no han dejado de,
también, construir una concepción errónea de los niveles superiores de la
educación, de su significado, sentido último y características, así como de los
requisitos necesarios en quienes los cursan. Porque sí, la educación, como
derecho prioritario que es, pero, asimismo, como bien que se debe dejar en
herencia a nuestros hijos, ha de ser universal, sin duda. Nadie bien pensante
creo que puede cuestionarlo, pues gobiernos, empresas, PIB, continentes, se
habrán de nutrir de generaciones preparadas. Son el inestimable capital
intangible que engranará la sociedad y riqueza futura de cada país, de nuestro
país. Sin embargo, esa preparación a la que me refería debe ser conscientemente
construida, con discernimiento sensato. De nada vale, entonces, que tantos y
tantos estudiantes deseen (por la insistente, ofuscada predisposición a la que
han sido expuestos, a la que mencionaba al principio) acceder a una carrera
universitaria como exclusiva (y excluyente) solución a sus males y futuro
profesional. No todos los pupilos (y esto sucede a padres que nos empeñamos en
el mejoramiento de las condiciones de vida de nuestros vástagos como si fuera
el regalo que necesitan) pueden promocionar a la universidad por una sencilla
razón: puede que no estén preparados intelectualmente. Y no digo en el sentido
cultural, sino en cuanto a sus habilidades cognitivas (coeficiente
intelectual). Con franqueza, no todos valemos para acceder a unos estudios que
requieren dosis de capacidad más alta que en estudios de secundaria y
bachiller. No todos son aptos para afrontar la exigencia y excelencia que se
presume a los estudios de grado superior.
Y esto, que
parece una perogrullada, me parece que no nos lo aplicamos a nuestros casos, al
menos en España. Nos sigue enloqueciendo la erótica del título, de la
licenciatura, a toda costa, y nuestros hijos son los principales afectados
porque sufren. Es curioso que mantengamos esta convicción, cuando
paradójicamente el mundo más desarrollado nos notifica diariamente lo
contrario. Estamos hartos, convendréis conmigo, de leer noticias sobre el
cambio de tendencia. Rectores de las universidades más potentes (normalmente
EEUU/UK) reclaman un nuevo paradigma de estudiante. Y empresas de las más
potentes (no en España, salvo excepciones), muchas tecnológicas, cierto, ya solicitan
perfiles radicalmente distintos a los que se venían demandando. Opiniones como que
ya no son tan importantes los currículums, sino gente que resuelva
problemas, que la universidad no enseña a pensar
amanecen frecuentemente en prensa. Los estudios (y menos, los universitarios)
ya no serán la panacea que asegure el porvenir de nuestros hijos y garantice su
estabilidad económica, social y profesional. Hay un cambio de paradigma que más
tiene que ver con las habilidades emocionales, de crítica y resolución creativa
de conflictos, argumentación y negociación, que con los conocimientos estrictamente
técnicos.
¿Por qué,
entonces, nos obcecamos en que la única salida es la que “contiene” una carrera
universitaria?. Ni siquiera su (eventual) consecución exitosa nos promete nada.
Con tal obstinación, precisamente se consigue lo opuesto. Generación tras
generación nos encontramos con estudiantes desanimados, que renquean a lo largo
de (eternos) años académicos, suspendiendo asiduamente, hasta que finalmente se
les otorga el ansiado título, que no es indicativo de ningún saber. Y piensan
que el mundo es el que está en contra suyo. No son ellos el problema –piensan-,
sino los demás, el sistema, la extrema y delirante exigencia de los programas
lectivos, del profesorado que examina el conocimiento académico exagerado, de
la amplitud de las asignaturas inabarcables. Invariablemente salen a la calle
las mareas, los tsunamis, los grupos de presión, pidiendo que el nivel
educativo sea más benevolente y así poder sobrellevar la opción de carrera
elegida. El mundo al revés.
Nos
tropezamos con jóvenes que hipotecan “sangre, sudor esfuerzo (quizá éste no
tanto) y lágrimas” para la consecución de un fin sin éxito asegurado. Se
transportan por pasillos interminables de facultades impersonales remolcando su
deteriorada autoestima, lo que queda de ella. Todavía la sangre y el sudor
tienen soluciones asépticas y un paño o esparadrapo pueden curar heridas
abiertas. Del esfuerzo, ni hablamos, porque –si bien se presupone en estos
escenarios, no tiene por qué darse forzosamente. De hecho, me temo que no se
aplica porque ¿quién es el aguerrido que, teniendo cursos suspensos y años por
delante, va a esmerarse por luchar? AL final, el título se obtiene, pese a la
década que hayan dilapidado. Tirar tiempo a la basura, sí, dejarse el pellejo…
¡hombre, no exageremos!.
Me
preocupan las lágrimas, pues son de desaliento y humillación. Sentimientos complicados
de transformar. Porque es una realidad verles lánguidos, ausentes
ocasionalmente, abatidos por las perspectivas inciertas y desafíos
profesionales que, lejos de retarles, les desaniman y hunden. ¿Eran suyas las
expectativas o las nuestras?
Desde
luego, el problema no es de nuestros hijos, no. Es nuestro, como padres, de
gobernantes, educadores y los mismos sistemas educativos mal enfocados. Porque
no les adiestramos en valores como la dignidad del trabajo, de cualquier trabajo.
Si les instruyéramos en que también ejerciendo otras labores que no impliquen
estudios de alto grado se honra la persona, que no es más denigrante arreglar
sistemas eléctricos, ser jefe de sistemas generales en empresas, o jefe de
obras domiciliarias, o arreglar cerraduras, dar servicio en tiendas y puestos,
les haríamos un gran favor. Si formáramos personas integrales, honestas, cultas
y educadas, obtendríamos una sociedad más feliz, unos jóvenes (ontológicamente)
dichosos, condición humana tan solicitada y más valiosa que llegar a ocupar el
cargo de dirección general.
El informe Panorama
de la Educación 2014 concluyó que el desempleo de los titulados españoles
triplica la media de los países de la OCDE. Los motivos son, lógicamente,
numerosos, entre ellos también el aumento de la brecha de jóvenes de entre 15 a
29 años que ni estudian ni trabajan. El correspondiente
del año 2016 sigue afirmando que gran parte del alumnado que termina Secundaria
en España tiene una orientación clara de acceder a la Terciaria, provocando que
el porcentaje de adultos con niveles de Secundaria es la mitad que la media de
la OCDE y que el 55% de la población adulta joven ha cursado bachiller (frente
a, por poner un par de ejemplos: Noruega, con un 38,6% o Alemania, con un 12,1%).
Si añadimos que los que estudian no lo hacen sino para financiarse una vida a
la mayor brevedad posible y-por tanto- sirviendo al sistema productivo de
occidente, pero sin un discernimiento lúcido acerca de sus motivaciones más
íntimas y verdaderas, el gap no hará más que incrementarse.
Pero
también pesa la erótica del poder, mando y nivel, nos hunde el afán de detentar
un “jefe” que añadir a nuestra tarjeta de visita., asimilar que la felicidad
sólo se obtiene si se ha arribado a un (supuesto) nivel jerárquico, en una
empresa (supuestamente) potente o de referencia. Definamos antes qué entendemos
por nivel, potente, de referencia, dado que son términos subjetivos, pues sólo
dilatan el ego (¡qué malo es dejarle acampar!).
Mientras
tanto, nos tropezamos con un segmento de población joven desanimada y deprimida
y, a lo peor, frustrada. ¡Pero si los
hemos falseado!. Su proceso educativo ha sido un desastre –personalmente
hablando- con un objetivo en muchos casos inalcanzable porque, repito, hay que
estar entrenados para darlo todo y más en estos rasantes. Y, claro, esto
desmotiva. A (más corto que largo) plazo tenemos muchachos con una baja
autoestima, inmaduros e impedidos para llevar las riendas de su propio destino.
¡Pues claro!, si cuando era nuestro cometido responsabilizarles sobre su
proyecto, sus deseos conscientes más vitales (que luego pueden ir de la mano
con la instrucción que aspiran recibir), les hemos taponado y teledirigido al
callejón del estudio de grado superior, opción irrefutable, cuando lo que matamos
fue su capacidad de autocrítica, de cuestionar, su búsqueda personal y
profesional, en definitiva, de soñar.
Ya no
creerán que pintando, escribiendo, gestionando equipos, arreglando un mueble
destartalado o constituyendo una fundación que ayude a tanta gente necesitada
también nos realizamos. Y, además, de manera muy valiosa. Ya no confían en que también
así serán dichosos, aportando un valor inestimable a nuestra sociedad dormida.
Siendo tan conscientes de sí mismos podrían alentar a otros a imitar tal
camino. Y, si esa formación ha de ser Secundaria de Grado Superior, Terciaria
de ciclo corto, de grado o máster o doctorado, pues “amén”, pero lúcida y responsablemente
adoptada por ellos.
Más nos
vale que formemos a nuestros hijos en desarrollar sus capacidades de
autopercepción, en el descubrimiento de lo que honradamente anhelan y de lo que
son capaces, pues serán felices y en definitiva, libres.