He vuelto a ver amanecer. Las cinco y media
dan en el reloj. Corre inexorablemente ligero.
Todo se mueve, fluye, discurre soñoliento.
Gira pausada la Tierra. Como cada día se hace la luz, que ha ganado a las
tinieblas.
Las colinas a mi frente se dibujan nítidas.
Forman un claroscuro interesante, inconfundible, trazado a tiralíneas por los
arquitectos del tiempo. Son casi horizontales las líneas que planean las cimas
más cercanas. Sin embargo, si afino la mirada, encuentro dos montículos
alejados, redondos, rechonchos, que me desean buenos días.
A mi izquierda, tres filas montañosas
escalonadas en altura, de un hondo negro la primera, más grisácea la segunda.
Concluye la última hilera en un blanco plateado, pues no es sino espejo
rebotante del sol que afronta henchida.
Cumplido silencio, tan solo rasgado por los
aspersores que resuenan, cántico espiritual!. La hierba vibra a sus pies, los
plátanos aplauden el monzón mañanero. Penetra una humedad perezosa que, por
momentos, impregna el poroso paisaje, inunda el ambiente. Una polilla vuela
lánguida, se debate entre la vida y la plácida muerte.
Las farolas encendidas indican la dirección,
todavía cumplen su finalidad. El resto permanece calmo, aún soñoliento. Nada en
ti es arrogante ni altanero, sencillamente apareces en el horizonte, siempre
humilde, atento y puntual. Al fondo, las cumbres más ennegrecidas dan la
bienvenida a la mañana entre brumosa soledad.
La luz de un dulce dorado, todavía sombrío,
de un blanco amarillento, se desenmascara sin ardor. En lo alto coloniza el
cielo una avioneta. Deja su sempiterna estela, mientras descubre la magia
estratosférica del amanecer. El día le va persiguiendo -implacable y
jactancioso -, por apresurado que el motor ruja, la luz le comerá.
Los pájaros han despertado ya, se unen a la
fiesta apátrida, aletean dichosos y levantan enérgicos su vuelo en grupos de
cinco. Otros aguardan legañosos mientras saludan con un escueto gorjeo. Templan
su canto al redescubrir una nueva jornada, pronto se unirás a la bandada, urge
buscar alguna baya o grano seco que sosiegue el vientre bramador.
Un balón de un naranja llamativo reposa en el
centro mismo del césped. Contrasta su colorido vivaz con el manto suavemente
verdoso que le rodea. Ha sido olvidado en el fragor incesante de una bélica
contienda infantil. Quedo espera el rescate, soñando hoy –muy cauto- ser centro
de otro partido ritual.
De súbito emerge en lontananza un estrecho
camino parduzco. Se abre hasta la cima del risco, a la explanada del santuario
donde rogar por pecados perdonados, por la salud del mundo en la encrucijada.
La luminosidad, ahora claramente blanca,
embriaga el ambiente. Los riesgos terminan su función. Aplausos. Campanillas de
ovejas tañen lejanas. Ya es de día tras la colina, alumbra radiante el sol.