Asistí a un concierto de música clásica, en
el día de San Juan, domingo este año 2018. Integrado en los ciclos de música de
cámara que ofrece la Fundación del Canal de Isabel II. En esta ocasión piezas
interpretadas por cuatro miembros de la ORCAM. Todas ellas cortas, de aire
fresco, una bella interpretación del original Phantasy Quartet (op.2), de 1932,
para oboe y cuerdas del gran Barón Britten…. Pero no iba a comentar la tarde de
música, sino un significativo anecdotario.
Parece que parte del público que asiste a
estos eventos no tiene mucho (por no decir poca) interés musical, lo que tiene
su cierto sentido ya que las entradas para estos ciclos de la Fundación se
venden por 2,50€, accediendo personas que a lo mejor quieren echar la tarde con
un plan diferente y a salvo del calor tórrido matritense.
Una sigue escuchando aplaudir cuando no toca
(esto ocurre hasta en los mejores salones, Auditorio Nacional incluido) entre
los distintos movimientos, cuando no ha finalizado la obra. Otras veo cómo alguna persona mayor da una
cabezada, cobijada por la tenue luminosidad de la sala, lo que me provoca
siempre honda indulgencia.
Pero lo de ayer fue grande. Entre el público,
una pareja, ella parecía que iba de boda, incluidos zapatos de plataforma
tremendamente incómodos que le impedían andar de forma natural. Él con pantalón
suelto, camiseta negra y bolso-bandolera. De momento, el dress code desatinado, no se entendía. Las primeras dos piezas las
escucharon sin inmutarse, hasta aquí correcto. Después del descanso ella agarró
el móvil para no dejarlo de consultar hasta el fin del concierto. La pantalla
brillaba indecente, algo molesto además cuando la sala está en penumbra. Nadie
dijo nada (en UK –si ocurriera algo así- le hubiera ordenado apagar el móvil).
La susodicha se dispuso a ver bolsos, ropa, zapatos y a dar likes en Instagram
a cada foto que pasaba. El compañero le pasaba cariñoso el brazo por detrás, no
sabemos si para intentar disparar el bochorno o en señal de arrullo provocado
por la alegría que a veces nos llena cuando hacemos un plan diferente. Luego dirán que les ha encantado y comentarán
entre amigos admirados (y aún menos aficionados que ellos). Pero la
sofisticación no la otorga el plan en sí mismo o el vestido de tul, sino la
constante presencia a eventos de este tipo y una educación galante y soberbia por
años.
Menos mal que entre tanta desolación, hay
islas de esperanza: dos niños entre los asistentes que escucharon estoicos el
concierto y sin mirar el móvil en ningún momento. El mundo al revés.