En la vida de los niños, entre los 7 y 10
años, aparece de pronto la conciencia de la muerte. La suelen vivir
transformada en miedo o más traumáticamente aflorando sentimientos de tristeza
honda. En todo caso, no la entienden. La herencia del inconsciente colectivo
occidental que les ha llegado no ayuda, cuando en otras partes del mundo, por
el contrario, se vive como un estadio más (del concepto) de la vida.
En esos momentos de la infancia tan
importantes debemos hablarles sobre ella. No ha de evitarse porque el problema
se agrava, se vivirá como un tema tabú del que “si mis padres no hablan, mejor
ni comentar”, pensarán los pequeños inconscientemente.
¡Hete aquí que tenemos a un pequeño llorando
desconsolado, o confundido, porque la gente y él mismo se va a morir!. No
huyamos evitándole el tema. Forma parte de su crecimiento y se merece nuestra
cariñosa y sincera respuesta: tan cierta es la muerte como que forma parte del
ciclo natural de la vida. Se nace para vivir y morir.
El problema estriba en nosotros, padres,
adultos. La angustia que provoca el planteamiento de la mortalidad tiene su
origen en el apego a expectativas puestas en una vida que ha de rebosar
emociones placenteras. Así, los problemas son 3: las expectativas
puestas en nuestras vidas (y que son fuente de frustración en la mayoría de los
casos), en la creencia unánime (quién dice lo contrario hoy?) de que la
felicidad es sumar placer tras placer, del tipo que sea, cuando –muy al
contrario- el placer es efímero pues tan solo se produce cuando se experimenta,
desapareciendo inmediatamente después. La felicidad, en cambio, perdura y no la
aumenta o disminuye el mayor o menor rango de situaciones placenteras. Por
último, el apego a la vida, cuando resulta que estamos de paso y por muy
poco tiempo. Aquélla ha de vivirse como un tránsito y ciclo. Lo primero porque
no seremos inmortales (aunque nuestra esperanza de vida ha aumentado
considerablemente: leed el libro “La vida de 100 años”, muy interesante) y pasaremos
a otro estado más tarde o temprano. Lo segundo porque si no hay muerte es
porque no ha existido vida, y ésta es un regalo bello a disfrutar íntegramente.
Sin embargo nos aferramos a ella, y el
apego genera indefectiblemente su contrario: la aversión. Aborrecemos la
muerte, la tememos, y lo transmitimos a nuestros hijos. El principal motivo:
porque no vivimos, porque estamos desconectados permanentemente del acontecer,
permanecemos en el pasado o en el futuro, jamás conectados al presente. Y con
una vida no vivida no es de extrañar que se quiera inmortalizar para
……¡vivirla!. Paradójico, si lo pensáis.
Inculquemos a nuestros niños una manera de
discernir sobre la muerte diferente. Para que
saboreen el espectacular regalo que es vivir conscientemente, sabiendo que la
felicidad está dentro de nosotros, a cada minuto, sabiendo que todo lo que
empieza termina, que los contrarios en el universo son los que han posibilitado
la existencia y nosotros somos parte de él. Y que tras ese “fin” habrá un nuevo
comienzo, unos lo llaman energía, otros encarnación, otros ley de vida, o
resurrección en el Señor, que no dejan de ser laderas que escalar para llegar a
la misma cumbre.