martes, 10 de abril de 2018

EDUCAR EN LA MUERTE A LOS HIJOS



En la vida de los niños, entre los 7 y 10 años, aparece de pronto la conciencia de la muerte. La suelen vivir transformada en miedo o más traumáticamente aflorando sentimientos de tristeza honda. En todo caso, no la entienden. La herencia del inconsciente colectivo occidental que les ha llegado no ayuda, cuando en otras partes del mundo, por el contrario, se vive como un estadio más (del concepto) de la vida.

En esos momentos de la infancia tan importantes debemos hablarles sobre ella. No ha de evitarse porque el problema se agrava, se vivirá como un tema tabú del que “si mis padres no hablan, mejor ni comentar”, pensarán los pequeños inconscientemente.

¡Hete aquí que tenemos a un pequeño llorando desconsolado, o confundido, porque la gente y él mismo se va a morir!. No huyamos evitándole el tema. Forma parte de su crecimiento y se merece nuestra cariñosa y sincera respuesta: tan cierta es la muerte como que forma parte del ciclo natural de la vida. Se nace para vivir y morir.

El problema estriba en nosotros, padres, adultos. La angustia que provoca el planteamiento de la mortalidad tiene su origen en el apego a expectativas puestas en una vida que ha de rebosar emociones placenteras. Así, los problemas son 3: las expectativas puestas en nuestras vidas (y que son fuente de frustración en la mayoría de los casos), en la creencia unánime (quién dice lo contrario hoy?) de que la felicidad es sumar placer tras placer, del tipo que sea, cuando –muy al contrario- el placer es efímero pues tan solo se produce cuando se experimenta, desapareciendo inmediatamente después. La felicidad, en cambio, perdura y no la aumenta o disminuye el mayor o menor rango de situaciones placenteras. Por último, el apego a la vida, cuando resulta que estamos de paso y por muy poco tiempo. Aquélla ha de vivirse como un tránsito y ciclo. Lo primero porque no seremos inmortales (aunque nuestra esperanza de vida ha aumentado considerablemente: leed el libro “La vida de 100 años”, muy interesante) y pasaremos a otro estado más tarde o temprano. Lo segundo porque si no hay muerte es porque no ha existido vida, y ésta es un regalo bello a disfrutar íntegramente.

Sin embargo nos aferramos a ella, y el apego genera indefectiblemente su contrario: la aversión. Aborrecemos la muerte, la tememos, y lo transmitimos a nuestros hijos. El principal motivo: porque no vivimos, porque estamos desconectados permanentemente del acontecer, permanecemos en el pasado o en el futuro, jamás conectados al presente. Y con una vida no vivida no es de extrañar que se quiera inmortalizar para ……¡vivirla!. Paradójico, si lo pensáis.

Inculquemos a nuestros niños una manera de discernir sobre la muerte diferente. Para que saboreen el espectacular regalo que es vivir conscientemente, sabiendo que la felicidad está dentro de nosotros, a cada minuto, sabiendo que todo lo que empieza termina, que los contrarios en el universo son los que han posibilitado la existencia y nosotros somos parte de él. Y que tras ese “fin” habrá un nuevo comienzo, unos lo llaman energía, otros encarnación, otros ley de vida, o resurrección en el Señor, que no dejan de ser laderas que escalar para llegar a la misma cumbre.