La educación lleva tiempo (mucho tiempo) y
paciencia, mucha paciencia. Dos factores que presuponen amor como música del
corazón. Pues si no se ama profundamente ni se tiene tiempo (esperar
esperanzado), ni tampoco para la confianza (el atributo con mayúsculas de la
paciencia), entonces no hay tierra de cultivo para una buena educación.
Siempre hay una sensación de no llegar, de no
hacer suficiente, de haber tirado el dinero, el tiempo y el esfuerzo en un
campo que se riega pero en el que no salen flores ni frutos.
Educar a un hijo es, en muchas ocasiones,
tarea ingrata. Sin duda. La pasión amorosa y nuestra entrega son la gasolina
que nos hace no claudicar.
No hay que mirar a la cara del hijo cuando se
educa (me lo dice siempre mi madre, que tiene razón acumulada por la
experiencia). Un hijo tiene, debe contradecir y poner mala cara, negociar y no
asentir a todo. El padre, por su parte, deberá establecer los límites, escuchar
y dialogar y negociar, si la situación lo permite, o bien decir no sin “mirar
el gesto” taciturno del hijo contrariado. No es agradable, pero esa es la labor
del hijo, pues así es como se va a ir construyendo, mientras va probando sus
límites, gustos y formándose opinión, aprendiendo y abriendo sus propios
caminos.
Ahora bien, nada en la educación se puede
arrebatar. El tiempo corre lento cuando se trata de hacer crecer a nuestros
hijos. Como un buen guiso que
cariñosamente cuece pausado para engendrar su mejor sabor. La lentitud nos somete
a una mayor espera, la educación también. A un hijo no se le pueden Robar sus
espacios con nuestras prisas porque crezca, se desarrolle y madure
convenientemente. Es trabajo de años, son horas en el parque o de paseo, de
charlas teóricamente inútiles a última hora de la noche cuando uno ya quiere
enchufar la televisión y evadirse, caricias al ir a dormir porque en ese
instante te harán una confidencia. Jugar a la hora de la siesta un fin de
semana mientras nos come el sueño.
Comprobamos que la educación de los hijos
adolece de excesivo ruido. El silencio en la educación es necesario. ¿A qué nos
referimos?: a la capacidad como padres de educar en la calma para conectarnos
con nuestros hijos y él consigo mismo. Les hablamos sin tregua, con discursos
constantes, cuando a veces lo necesario es lo contrario: callar la cháchara
mental y verbal para que aparezca la verdadera clarividencia y rectitud. El
silencio implica lentitud y la calma permite dibujar la verdad: la tuya y la de
tu hijo.
El agua erosiona pasados los años ¡pues cuánto
más ocurre cuando se trata del progreso del ser más complejo de la creación!.
Por tanto, si educamos debemos permitirnos y
dedicar tiempo, paciencia, amor (pasión) y silencio (sosiego) de escucha. Así
se van construyendo los caminos del alma en el hijo.
El tiempo y esfuerzo dedicados a ellos revierten,
aunque la recogida de la mies sea tardía.