Somos los zapatos,
los últimos testigos.
Somos zapatos de
nietos y abuelos,
De Praga, París y
de Ámsterdam,
Y –como somos de
tela y de cuero, y no de carne y hueso,
Nos hemos salvado
de arder en el infierno.
(Fragmento de “Vi
una montaña”, de Moshe Schullstein, 1947)
Silencio y hueco, esa es la sensación al entrar. Toda la historia de la cuestión judía y el Holocausto (la “Shoá”, en hebreo) y la particular sobre el campo de concentración de Auschwitz I y el de exterminio de Birkenau (Auschwitz II) se relata, y muy pormenorizadamente, en la exposición itinerante durante 7 años por Europa: “Auschwitz. No hace mucho. No muy lejos”, del Canal de Isabel II. Se nos narra cómo, desde una Alemania dolida por su derrota en la I Guerra Mundial, se fue fraguando el odio por el pueblo polaco y, más tarde, hacia un pueblo apátrida que, como grupo religioso y cultural, siempre han seguido sus normas internas, sus costumbres y creencias. Estaba prevista para el 2016 pero obras de remodelación en el Canal impidieron su apertura. Ahora sí, tras 6 años de trabajo, la tenemos hasta el 17 de junio 2018.
La visita comienza con un esbozo rápido del
punto geográfico donde todo se transformó, de la zona donde, desde lo que eran
unos barracones donde se recogían, a modo de hospedaje, los comerciantes para
pasar las fronteras, antes de la primera guerra mundial. Paseando por sus
salas, veremos lo importante que eran los zapatos y las ruedas de trenes, para
irnos adentrando, poco a poco pero indefectiblemente, en el horror y la
oscuridad.
Han salido de Biernaku 600 piezas originales (el
mayor préstamo de objetos que se ha hecho hasta la fecha) pero muchos de ellos no
son los que nos agarrotan y dan náuseas (letrinas, barracones de hacinamiento de
la época de “la solución final”, alambradas, zapatos, maletas, gafas, restos de
hornos crematorios), sí -en cambio- nos asfixian las fotografías, que en el
comienzo de la visita nos pueden sorprender por una cierta curiosidad malsana o
informativa, depende, (si no se ha visitado
el campo in situ), pero que al final incluso hieren los sentimientos de
cualquier persona de bien. Se exhibe lo que quedaba de las víctimas en el campo
de exterminio cuando las tropas rusas lo liberaron el 27 de enero de 1945.
El visitante avanzará en su peripatética inspección
hacia los horrores de una realidad malsana que no le dejará indiferente (la
muestra pretende crear emoción y cambiar la forma de pensar del espectador “to
bring you back to the small item that can touch you”). Pero es cierto, en
honor al comisariado de la exposición, que hay una gran respeto y una cuidada
puesta en escena que, a mi juicio, provocará lo que el Director
del proyecto expositivo (y de Musealia), Luis Ferreiro, señala: conversarán
con los objetos (“voces vivas”) que, testigos mudos (“gritos mudos, dice él) de
la barbarie humana, le contarán su historia particular y, por tanto, de la de
Autschwitz.
“Tuvo que pasar un tiempo para que supiese de
la importancia que tenía aquélla guerra psicológica en el frente nacional”
(extracto “I cannot forgive”, 1963,
Rudi Vrba, superviviente). Se vendía hasta el pelo de los prisioneros (por
supuesto, todos sus objetos personales) que Hitler enviaba a las familias de
sus combatientes para honor suyo. obligaba a trabajos forzados en los que
muchos morían de inanición, o se les enviaba directamente a las cámaras de gas
(los no aptos). Las mujeres llegaron más tarde, con los niños. Todos tatuados, seleccionados
(para asfixiarles en pocos minutos o derivarles a los barracones) sin agua
potable que beber. A todos se les daba 30 grs. de pan y una ración de sopa de
nabo al día por toda comida. ¡Ésto era Autschwitz!
Una exposición necesaria, dura, deferente, para
la reflexión y con un claro objetivo educativo, una exposición para todos,
incluso los propios supervivientes (muy mayores ya), que se acercará a los
domicilios locales puesto que no todo el mundo puede viajar hasta Biernaku.