El fauvismo, uno de los “ismos” del siglo XX
de menos duración. Desde el pasado 22 de octubre la
Fundación Mapfre
inauguró la exposición que, sin duda, muchos estábamos esperando (hasta el
29 de enero 2017) y a la que han dedicado dos años
en su preparación.
Rigurosa y larga, también libre y vibrante, como los miembros de este grupo. Un
recorrido por cinco secciones a través de 155 obras (incluidos algunos
ejemplares de cerámica y artes plásticas) dividido en cinco secciones y una
pequeña salita de la cerámica entre fauvistas, con obras de todos (Puy,
Matisse, Dufy, Derain, Braque, Manquin, Vlaminck, Camoin, Friesz, Rouault, Kees
van Dongen).
Comenzaremos la exposición con los inicios de
este grupo de pintores iconoclastas (que ni siquiera se otorgaron un manifiesto
por el que se constituyeran formalmente, como es típico en grupos artísticos)
hasta su desintegración en 1907. Es “El fauvismo antes del fauvismo”,
una cita que se inicia en el taller de G. Moreau. El movimiento fauvista fue
breve: 1904-1907. Radicales en sus planteamientos beben de los impresionistas
para rechazar lo que éstos amaban.
Qué les define a estos jóvenes y qué define
su pintura (observaremos estos denominadores comunes en la exhibición):
intuición, intensidad, contraste continuo, plasticidad, arbitrariedad y
saturación de color, tonos brillantes, antinaturales, transgresores, cromatismo
irreal, ausencia de profundidad, borrachera de colorido. Son autores que
reflejan lo que sienten (no lo que ven), sin tamiz, valientemente. Los colores,
puros (incluso aplicados directamente de los tubos de pintura). No hay
contornos perfectos, sí líneas generales, sí sentimientos. No hay detalle.
“Cuando hablo de color está claro que no
hablo de los colores de la naturaleza, sino de los colores de la pintura, los
colores de nuestra paleta, que son las palabras con las que formamos nuestro
lenguaje de pintores (…), hago del color el elemento creador de la luz” (Dufy).
Matisse fue el padre y maestro de todos,
instruido y cultivado (algunos, como Dufy, se enorgullecían de no haber pisado
el Louvre). Todos sabemos que Matisse empezó a pintar -abandonando la carrera de
derecho- mientras convalecía postrado en cama debido a una operación de appendicitis y su
madre decidió regalarle una caja de pinturas para que se entretuviera (era el año
1890). Matisse conoció a Derain cuando alquiló un estudio nuevo para
trabajar, Derain conocía ya a Vlaminck... pintaban unidos. En 1905, tras un verano juntos pintando en Coyvre, presentaron sus trabajos al presidente del
Grand Palais de París, quien los unificó en una misma sala pues en ellos había
cierta identidad, para exhibirlos en el Salon
d’Automne de ese año, un centro abierto a tendencias nuevas desde que se
inauguró la primera muestra en 1903.
De retratos y autorretratos. Todos se pintaban entre ellos,
incluso se retrataron todos juntos. Viajaban juntos y se cuestionaban sus
propias interpretaciones. Los retratos les apasionaban a los fauvistas (no así
a los impresionistas). Entre ellos se interpelaban y estos retratos han de
entenderse como la explicación plástica que cada uno de ellos daba sobre el
otro (el ejemplo lo tenemos en los dos retratos de Matisse y Derain que el uno
elabora del otro). En el “Portrait du
peintre Étienne Terrus” (de A. Derain) la figura rebosa el lienzo y las
pinceladas se plasman encima. Cada uno expone su traducción, su visión
personal, formándose un sincretismo grupal.
El retrato de Derain a Matisse nos recuerda a
la obra de este último “La Raie verte”
(donde el realce se consigue con esa pincelada vertical). En todos hay un
denominador común: las sensaciones de relieve se alcanzan con el color, dotando
al cuadro de tonos cálidos y oscuros para aproximar y fríos y claros para
conseguir la sensación de alejamiento (no se logran modelando el lienzo). Se
imprime el color desde el tubo, es un color plano que (si acaso) se mezcla con
el resto en el lienzo. Da igual el motivo (como en el cuadro de Matisse que
hablábamos, donde la modelo fue a posar vestida de negro absoluto a posar) lo
importante es investigar lo que nos permite el color.
"Acróbatas de la luz": La luz es el fruto del choque
de intensidades de color. Esto provoca contraste y por tanto, luz. Esto que
puede ser básico hoy supuso la ruptura en esa época. Los colores planos de los
fondos de los cuadros son los que van a restructurar el espacio, no el tema ni
los segundos planos.
Con el cuadro “Saint-Tropez, le coucher de soleil” Manguin consigue un efecto
quemado radical, inundando la paleta con de amarillos, sienas tostadas, ocres
hipersaturados, que los contrasta con violetas, morados y negros verdosos. Es
la atmósfera de luz ocre del mediterráneo francés que embriagó a Manguin,
aunque su paleta no llegó a ser tan libre e indisciplinada como la de Matisse o
Derain. El paisaje o el interior es igual, se desligan del naturalismo.
Viajaron al Mediterráneo y a la Costa azul y crean cuadros de estudio de la
luz, pero aumentando el tono general de las paletas. Lo vemos en “Figure à l’ambrella” (Matisse), donde
crea el cuadro de efecto quemado (es la saturación de amarillos y sienas
tostadas, ocres).
Vlaminck, el más radical, tiene un cuadro
maravilloso “Les couteaux de Rueil”,
en el que bromea (muy propio de este pintor) con el puntillismo, pero con un
enfoque aéreo de los viñedos y la carretera cerrando el encuadre. Él era un
autodidacta, además de violinista, ciclista y escritor de varias novelas. Un
trabajador sin método, transmitiendo lo que veía instintivamente. Le operaron
de apendicitis y tuvo que guardar reposo y se volvió loco. En el encierro se
volvió loco, de ahí estos cuadros, abigarrados en el encuadre, donde no existe
el aire, ni la profundidad
"La fiereza del color": Se recogen las obras más
“fieras” de este grupo, fruto precisamente de la exposición que les fortaleció
pese a las agrias críticas de prensa y medios (el Salón de Otoño de París en
1905). Impregnan los cuadros de pinceladas libres y espectaculares, de tonos
intensos.
Derain viaja a Londres por un encargo de
Vollard y realiza un Big Ben diferente de colores antinaturales, antagónicos,
con pinceladas superpuestas a trompicones y plasma iconos como el puente sobre
el Támesis, astilleros del río, transformándolos por el uso de rosas o
amarillos en el cielo y aguas verdes (“Barque
sur la Tamise”, de Derain). Recordamos en esta sección el pensamiento de
Matisse sobre el color: éste es el vehículo de expresión. Decía “me limito a elegir un color adecuado a mi
sensación que quiero transmitir. Es un color subjetivo”. Según Matisse, los
colores debían expresar sentimientos, de hecho bebió de sinestésicos como
Rimbaud y Baudelaire y él mismo dio sinestesias a los colores (éstos expresan
emociones).
Hay otra parte en esta misma sección dedicada
a las pinturas de los fauvistas provenientes de “El Havre”. Se habían
incorporado el normando Dufy, Braque y Friesz, que eran amigos entre ellos
desde los 17 años (en el caso de Dufy). Ellos tres son los últimos en llegar. Friesz
viajó con Braque (también con Apollinaire) y recorren los paisajes de Amberes y
La Ciotat y reinterpretan conjuntamente las escenas visitadas. Dufy y Marquet,
por ejemplo, viajaron por la costa de Sainte-Adresse aprovechando su
desplazamiento a la exposición del Cercle de l’Art Moderne en el Havre. Comparten
no sólo sesiones de trabajo juntos y al aire libre sino también sus inquietudes
y pensamientos. Vlaminck, por su parte, continua pintando cerca de Chatou
paisajes expresionistas, de colores desbordantes.
"Los senderos se bifurcan": Esta última sala cierra la
exposición. Nos encontramos con obras muy diferentes en todos ellos, preludio
de las tendencias expresionistas y cubistas en Europa. El grupo, como tal, se
separa pues habían surgido nuevos caminos de manifestación artística y cada uno
toma el suyo. En el caso de Kees van Dongen se ambienta en los burdeles
parisinos, circos, lugares que frecuenta con Picasso, dotando a sus obras de la
sordidez de estas atmósferas. La pincelada se violenta aún más, decantando la
crueldad de la vida en tales escenarios. En otros, el dibujo sintético de “Musique” (A. Derain), de inspiración en
danzas antiguas, costumbristas y en el que sólo intensifica el exterior, nos
recuerda ligeramente a la “Danza” de Matisse. Dufy empieza a impregnarse de la
estructuración geométrica de Cézanne, una especie de vuelta a los orígenes (“Usine a l’estange”, donde sobresale a
codazos la fábrica entre tanta planta. Amanecía con vigor una inédita
concepción (hasta psicológica) de la pintura.
Si, además, queréis contextualizar este
movimiento y disfrutar con “Le carnaval des animaux” (Camille Saint-Saëns) o alguna
obra más poética (menos conocida y no para todos los públicos) de Gabriel Fauré
(La chanson d’Eve, o Penélope), el placer de los sentidos os
llegará profundo y el espíritu rebosará colorido, sinestésico. Si no, podéis
quedaros con su más célebre Claire de lune.
Nada más ni nada menos.