"Las emociones hablan de mi, pero no son yo" (windymab)
No es sólo una labor de adultos gestionar
unos sentimientos que se exteriorizan, muchas veces,
impulsivamente.
Asistí recientemente a una conferencia de la
psicóloga Elena Dapra Sobre cómo disfrutar con tus hijos de la
(su) adolescencia. Muy clarificadora pues, aunque los basics nos son conocidos, en ocasiones es imprescindible un
recordatorio que nos haga un repaso de conceptos ya cifrados como adultos. Me
resultó interesante la afirmación según la cual no nos han educado para
gestionar las emociones. Creo que, efectivamente, es cierto, ya que como
adultos nos hemos visto forzados a gobernar nuestros impulsos, aplicando
nuestro leal saber y entender, pero sin un proceso educativo previo. Nadie nos
ha enseñado y hacemos lo que podemos (que en general no está nada mal, para un
aprendizaje autodidacta y experiencial).
Sin embargo, nuestras relaciones
interpersonales y sociales (en un sentido amplio) avanzarían mucho más
positivamente si nos hubieran disciplinado (y nosotros educáramos ahora a
nuestros niños, adolescentes y jóvenes) en la gestión de las emociones.
Precisamente, los vaivenes de crispación, enfados, nervios, es decir exaltaciones
desmesuradas de cualquier tipo (positivas o negativas), no se radicalizarían
como estamos habituados.
Pues hay esperanza: la gestión de las
emociones se aprende. Lo que ocurre es que desgraciadamente no se enseña (ni en
la mayoría de los colegios ni en las familias). Pero se puede cultivar mediante
técnicas que no son difíciles ni complicadas. Si nos instruimos convenientemente
(o enseñamos a nuestros niños a ayudarse con estos métodos) lograremos que se
estandaricen. A esto se le llama conseguir un hábito. Y en concreto el del
control de las emociones es de lo más saludable. ¿Por qué? Pues porque si esta
costumbre se ha interiorizado ya (es decir, si las emociones aparecen) entonces
las puedo controlar.
Cuidado no confundamos “controlar” una
emoción con “eliminarla”, ya que lo último no es posible. Con lo primero
realizamos una administración consciente de nuestro ser más íntimo, nuestros
sentimientos interiores, fruto de las lógicas y naturales pasiones diarias. Sin embargo, lo segundo es inviable ya que es imposible evitar su aparición (ni siquiera temporalmente),
mucho menos erradicarla. Forman parte de nuestro universo íntimo en tanto que
seres humanos. De lo que se trata es de dirigir el resultado; o bien pongo
distancia ante esa emoción (porque ya he elaborado ese aprendizaje), la pongo
nombre, la denomino y la permito estar en mí, o bien dejo que salga con toda su
virulencia, sin procesarla. En el primer caso, yo me encargo de mi emoción (que
existe, por supuesto, pero no me arrebata con ella); en el segundo caso, ella
me dirige sin que yo pueda atisbar que se trata de una emoción subjetiva (que
no un hecho), que me arrastra.
Las emociones desconectadas, desmadradas
(inmaduras) sólo pueden agrandarse. Lo vemos a diario en continuos episodios
(digamos que “ligeros”) como insultos si nos adelantan en coche, contracturas
por atascos y enfados, estrés mal conducido, etc. Sin embargo, tras la gestión interiorizada se llega al
control de aquéllas. Es un proceso que sigue su rumbo. Y personas más controladas
emocionalmente son más libres, están emancipadas y actúan con independencia de
sensaciones momentáneas.
¿Cómo emprender el camino?: hay tres fases en
el proceso de gestión de emociones que finaliza en la educación en valores.
El primer tramo tiene que ver con la comunicación no violenta. Es decir, hablemos entre
nosotros y hacia el otro con un lenguaje de vida, acerca de sus necesidades, no
de juicios (ni siquiera valores), no de dominación. Enfoquemos las
conversaciones de forma neutral atendiendo a los hechos, sin valoraciones
(tener o no razón es el típico enunciado que nunca falla). Es una comunicación
que cuida al otro pues le tiene en cuenta, se da cuenta de las necesidades de
la otra persona que están escondidas en el diálogo. Se puede cultivar y es
absolutamente enriquecedor. Lo que se logra es, precisamente, conseguir que las
necesidades del otro queden cubiertas de la mejor manera posible. Pensemos que
cuando alguien habla de forma violenta realmente está queriendo decir que sus
necesidades están en riesgo, PERO no lo sabe expresar (incluso, ni siquiera
sabe que no lo sabe expresar). Cuando nos comuniquemos con los adolescentes o
niños (aunque también es aplicable a cualquier grupo humano), debemos hacerlo
desde una posición de alguien que observa y sugiere una vez que ha entendido
cuál es la necesidad del otro (y no es fácil decir qué queremos, deseamos y
detestamos).
El Segundo paso tiene que ver con la gestión de las emociones. Quien acoge y se encarga de ellas o
de sus sentimientos está en su centro, vive equilibradamente y lo proyecta. Más aún,
si ciudadanos y sociedades civiles procedieran así la humanidad sería más
amable. Sabiendo cómo estoy o me siento, entiendo al otro de enfrente y
comprendo cómo puede estar y sentir. Y si me respeto y acepto mis pasiones (que
ellas también soy yo), automáticamente mi escala de valores se reconfigura,
será distinta en relación conmigo mismo y con respecto al mundo exterior. Si
poseo una gestión madura de mis emociones, las propias no me desbordan, como
tampoco las externas.
Por crucial, comencemos con nuestros alumnos, niños, jóvenes,
adolescentes, nuevas generaciones, a hablar sobre sus sentimientos. Es
liberador y conduce a la tan deseada resiliencia, a la adquisición de un
correcto discernimiento, a un maduro autocontrol que a muchos se les escapa.
Les haremos mucho bien ya que habrán aprendido desde pequeños a gestionar sus
fortalezas: si uno conoce sus emociones es capaz de aplicar con total acierto
sus fortalezas (que también habrá aprendido a reconocer) a cualquier adversidad,
tiene suficientes “colchones internos” para hacerle frente.
Completado este segundo paso, se accede al
tercero, lógico: la educación en valores. Ésta se obtiene cuando de las
dos etapas anteriores se han obtenido resultados (de la comunicación no
violenta y la adecuada gestión de emociones) aquéllos nos abocan irremediablemente a reflexionar y considerar otro tipo de universo propio de fundamentos. Éstos configurarán nuestro ADN interior. Ya no nos valdrá cualquier principio, hay una toma de consciencia de lo que para nosotros es de admirar y seguir, descartándose lo fatuo.
Los adultos de nuestra generación nos hemos
visto abocados a aprender tramitar emociones por nuestra cuenta, siempre
autodidactas y -aún y todo- nos cuesta en ocasiones frenarlas. Facilitemos esa
instrucción a nuestros hijos para que, desde pequeños, recurran de forma
normalizada a comunicarse sin violencia con el otro, a dar nombre y gestionar sus
emociones internas sin rubor, a crecer en el autoconocimiento, a estar educados
en (otros) soportes mucho más valiosos para una vida estable. Les habremos
posibilitado mirar su futuro personal, social y profesional de una manera más afortunada.