Es un amor
que no se reprime pero tampoco espeta. No es pasajero, es pacífico y sosegado.
Pero sí es “el pasajero” que copilota el proyecto común, amasado en
común-unión. Es también sencillo: una charla con un café, humeante el primero,
entretenida la segunda. Es el poso de cariño de los años, amor labrado con
ternura, pasión y alegría. Y cuando cincelas, trabajas con esfuerzo claro.
Es ya un
amor sublimado: la felicidad compartida del éxito del otro, o la compasión
afectuosa y sincera en la pena o los reveses. Es participar en la ilusión de la
pareja. Sentirse a gusto con quien que mucho nos ama.
Es la pausa
ante la ira tras un día tempestuoso, ya sea en el trabajo o en el supermercado,
o tras el agotamiento que generan los hijos.
Es una amor
de servicio (servir es reinar y, por cierto, se sirve en silencio entrañable y
contento).
Es el beso
furtivo, es la palabra de aliento no pedida, es un poema debajo de la almohada,
es la imagen del otro evocada en tantos momentos del día, es una llamada
intermitente para decir tan solo “te quiero”, es la franqueza en la
reconvención pues buscando lo mejor del otro logras tú ser tu mejor yo; es decir
a los niños “dejadle descansar, que hoy está muy cansad@”.
Es el apoyo
razonado y consecuente al problema del otro para buscar la mejor solución,
ofreciendo nuestra mejor versión de nosotros ante la encrucijada. Pero para que
pueda producirse un diálogo constructivo deben darse dos condicionantes
(forzosamente) previos: uno, la confianza en el diálogo con la pareja en un
ambiente de complicidad ya educado desde los inicios de la misma y dos, la
empatía con el otro que implica predisponerse, un bien-estar. Sin estos dos
factores el tercer estadio no se puede obtener en condiciones idóneas. En este
sentido, es hablar y escuchar. Hablar sin matices, pero sin herir, y escuchar
el alma para ofrecer el perfecto feedback
(que no siempre y en todo caso es apetecible ni quizá el esperado). Pero, sobre
todo, es más escuchar que hablar, hacer cosas cada día (más que decir cosas).
No se debe escatimar la comprensión.
Es el
disfrute de la magia de reconocernos en la mirada del otro, mirada de tierna
aceptación.
Porque
también es animar las aspiraciones del otro, por incomprensibles que se nos
manifiesten. Apoyarlas en sus comienzos, convalidarlas en su andadura). No
cataloguemos iniciativas que nos puedan parecer alocadas sin un análisis
pormenorizado y profundo (no por su disección técnica y detallada, sino por el
cariño profesado al otro). Hay que tirar del repositorio de ideas propias o
comunes para apoyar e, incluso, enriquecer los puntos de vista.
Es escoltar
el proceso de cambio de la pareja (que, más allá de los 40, se habrán producido
varios). Y en toda transformación hay un aprendizaje y un “desaprendizaje” y,
en ambas opciones, se necesita mucha compasión por quienes acompañan la mudanza
porque puede haber dolor y desesperación, apego a lo que somos y a nuestras
experiencias pasadas, y con esa mochila es con la que intentamos permutarnos.
Y en la
liturgia del cuerpo es el amor a su figura y en el alma, siendo cuerpo el mejor
cuerpo que se pueda tener, el deseado, que se engalana para cada ocasión, que
se complace y perfuma para el disfrute personal y del amado. Siendo espíritu y
mente los que transforman el instante íntimo en inmenso placer.
Es el
respeto (y aprecio) de los tiempos del compañero, de sus cadencias, que en la
sociedad actual creo que es aún más crucial que en tiempos pretéritos.
Es pedir
perdón, en la disculpa honrada y franca, es el descargo que deja expedito el
reencuentro y es, en el otro, perdonar de inmediato y sin rencillas (de nuevo
éstas se alimentan en el ego).
Es, por
tanto, una seducción arrobada en el otro y en lo que vamos a emprender de ahora
en adelante (porque cada mañana es nueva). Los términos y condiciones de la
relación se acordaron en sus inicios. Ahora son variaciones y coherencia,
entusiasmo, esfuerzo e ilusión repetidas cada día por cada miembro de la
pareja. Esto es lo que nos hará admirar a la persona con la que compartimos
nuestra vida.