Como personas
deberíamos ser humildes, como padres aún más. La humildad no es contraria a la
erudición ni a la sabiduría, es un modo de posicionamiento, una forma de
entender dónde se encuentra el ser humano frente a los que le rodean.
Ayer leía con
asombro el título del libro que mi hijo acaba de comprar, “Hiperespacio”, sobre
física cuántica y las distintas dimensiones espacio-temporales, los viajes a universos
paralelos, la visión alternativa del cosmos, del conocido físico Michio Kaku.
No me impresionó tanto que se proponga leer este libro, sino la posibilidad de
que me pueda explicar profundamente cuando lo termine (mientras nos dedicamos
una merecida merienda fuera) los detalles de lo que haya leído. Me estremecí porque fui consciente de la
revelación, estaba ante mí, me esperaba: ellos son mejores, se merecen toda
nuestra confianza y respeto y nos pueden enseñar tantas materias desconocidas
para los adultos. Seamos, pues, humildes para aprender de ellos y de sus
conocimientos. Me apasiona pensar que un tema que no domino me la pueda contar
mi hijo. Si lo pensáis con cariño, es absolutamente tierno y digno de orgullo.
Y estemos
profundamente agradecidos de este regalo de la vida, porque debemos
considerarlo un regalo: que nuestros hijos tengan unas capacidades mejores que
las nuestras no nos hace inferiores, no seamos acomplejados. Casi es peor lo
contrario. Si somos capaces de no sentirnos heridos (no es más que el ego que
siempre tiene algo que decir, que no aporta y sí resta) cuando nos discuten y
contra-argumentan, expresan sus propios criterios, nos enseñan los secretos de
la física o las leyes matemáticas del universo (en mi caso), habremos dado
entrada a algo mucho más significativo: les estamos diciendo yo no soy
infalible, tú también me puedes enseñar, yo me dejo, tú tienes respuestas que
son válidas para mí.
Entonces se produce
el milagro. No hay fricción, todo fluye y es bello. El hijo se transforma y
entusiasma porque siente que es digno e honra. ¡Dios mío, da lecciones a sus
mayores! (y para ellos no es ésta la ley de vida, sino todo lo contrario, los
progenitores son los sabios, irremediablemente, ¿o no?). De
No os alarméis
porque lo que estáis pensando, sencillamente, no sucederá. No se transformarán
en soberbios eruditos que se vayan jactando entre sus amigos de lo
(supuestamente) poco entendidos que son sus padres. Démosles ese voto de
confianza que tanto nos demandan: ellos no confunden los espacios en los que se
mueven. Saben dónde hablar de una cosa y no de otra y en qué foro o grupo. Los
hijos, pese a sus disparates, insensateces, incomprensiones, saben en su fuero
interno qué posición ocupan en la familia, por tanto no hay miedo a una (imposible)
intención de superioridad malsana. Saben de la experiencia, seniority, edad,
vida vivida de sus progenitores, son conscientes de las posiciones que unos y
otros ocupamos.
Muy al contrario,
se sentirán más fuertes internamente, mejor valorados, en comunión con unas
personas que, a priori, son la representación de lo correcto y a los que aman
tanto (por si se nos ha olvidado esto último, conviene recordarlo
constantemente porque no hay mayor amor que el de un hijo a sus padres). Probadlo, os impresionaréis del resultado.