Mapfre
nos abre las puertas -hasta el 7 de enero 2018- del bilbaíno Ignacio Zuloaga.
Las primeras salas van dedicadas a sus comienzos.
Rostros macilentos, “La tía Luisa” o “El viejo verde” llenan las paredes. Fruto
de su amistad con Émile Bernard Podremos contemplar obras de su gran amigo
Émile Bernard (bárbaro su “Mendiants Espagnols” de pieles cetrinas, con ojos
estrábicos, y un Autorretrato).
La exposición también reúne obras de su época
netamente parisina que dialogan con otras de autores coetáneos (Pablo
Picasso, Henri de Toulouse-Lautrec, Paul Serusier con un “Sous-Bois” con
aspecto chinesco, Maurice Denis, Eugène Carrière, Giovanni Boldini con su
extraordinario, etéreo, “Retrato de Mme. Charles Max”, o Jaques-Émile Blanche,
entre otros) e, incluso, una selección escueta de adquisiciones suyas de sus
admirados Goya y el Greco (“Zuloaga Coleccionista”) que fue comprando a lo
largo de su vida (no quería ser ingeniero, como pretendía su padre). Es el
momento álgido de su imbricación extranjera. Se codea con los intelectuales y
aristocracia parisina, coleccionistas rusos (su amigo Ivan Shchukin le difunde la fama en
Rusia, Mapfre ha traído el cuadro de “La Rusa”). Amistades importantes que le
proyectan fuera de las fronteras francesas. El busto de Mahler, sencillamente
único) se lo regaló su amigo Rodin. También él recibe encargos de prohombres de
la época, fruto del entorno del que se ha contagiado. Ahora bien, ¿cómo son sus
retratos?: vigorosos, con carácter (él no es pintor psicológico de almas y
estados de ánimo), adustos, erguidas si están de pie, imponen una fuerza que
trasladan al espectador. Son poderosos
Nos paseamos, pues, por un par de
espacios en los que se nos presenta un Zuloaga romántico, retratista por
antonomasia, incluso con cierto aire simbolista en el uso de estos recursos en
muchas obras (algunas en la exposición).
La muestra pretende dar a conocer
la faceta
internacional de este pintor, tan encasillado a su condición de “pintor del
98” (“la
cuestión Zuloaga” se discutía en las tertulias de café de la Generación del
98), cuando –dicen- él mismo no se sentía así, fue víctima
del debate de su pertenencia a esa Generación. Pasó un total de 25 años en
París, se casó con una parisina aristocrática (su suegro era banquero) y se
codeó con la alta sociedad de este país, lo que le originó una fama que llegó
muy lejos (aunque en algunos comienzos arrollara Sorolla en las muestras internacionales).
Zuloaga era un pintor con regusto nacional, pero
le gustaban las amabilidades y fastos parisinos, ya hemos dicho. Ahora bien,
también quería plasmar el carácter e iconografía de regiones de su país. En la
sección “Vuelta a las Raíces” se nos aparenta más este retorno patrio (“La
merienda”, “El reparto del vino”), la de la España negra, la del siglo de Oro.
Es la representación de lo español, de nuevo busca lo originario, lo menos industrial.
Las arrugas de la tez que dan sabiduría de la vida difícil, de edad indefinida
los cuerpos no doblegados aún a las dificultades del entorno rural,
deformidades (el maravilloso “Enano Gregorio el Botero” o “Dª Mercedes”) y
grotescos. La humilde condición. Amenizan la sala obras de Picasso (enana y una
celestina tan diametralmente opuesta a la de Zuloaga que impresiona), varias
celestinas, “un tipo de Segovia” prestado por el reina Sofía. Para terminar:
sus “Mujeres de Sepúlvea”, donde el paisaje ya es en sí mismo una
representación esencial. Paleta muy empastada, las mujeres nos dan la
bienvenida a este pueblecito medieval, sus mantones y arrugas casi se confunden
con las líneas de las hondonadas y caminos del pueblo. Retrato + composición paisajística,
que tienen la misma expresividad. Él vuelve a España y a la sordidez de lo
español, y queda probado con las comparativas de obras de distintos autores expuestas
en la muestra.
Internacional y cosmopolita, sin duda, pero
encariñado con el imaginario español. Así se entiende mejor la propuesta de
Mapfre.